La tortura de animales como espectáculo amparado y protegido por la autoridad es síntoma de grave debilidad en la musculatura ética de la sociedad que la tolera. La reciente aprobación por el Ayuntamiento de Barcelona de un manifiesto antitaurino, avalado por más de 250.000 firmas, ha vuelto a abrir el imprescindible debate sobre un tema que muchas personas de este país vivimos desde hace años como una ofensa a nuestra sensibilidad y valores. Desde el siglo XIX hasta nuestros días han sido numerosos los intentos tanto individuales como de grupos progresistas de poner fin a la mal llamada fiesta nacional. Hasta el momento han acabado triunfando los valedores de esa España anacrónica y rancia en la que el toreo es poco menos que símbolo de la idiosincrasia y carácter del país. Esta vez, sin embargo, se atisba ya en el horizonte el fin de un espectáculo que para muchos refleja un exacebado embotamiento de la sensibilidad. Pocos países hay en el mundo que hayan cambiado tan positivamente como el nuestro en los últimos 25 años. Desde que recuperaron las instituciones democráticas, los pueblos de España han desarrollado una sociedad abierta, plural, moderna, culta, incluso solidaria y pacifista. La reacción ciudadana a los trágicos acontecimientos de marzo en Madrid ha aportado la mejor demostración de que podemos sentirnos muy orgullosos de la sociedad surgida de la Transición. Sin embargo, siendo indudable que este país se ha incorporado de lleno a la Europa democrática y a los valores de la Ilustración, no es menos cierto que en sus estratos profundos subsisten reminiscencias de aquella España negra, preilustrada, que supo retratar el genio de Goya. Algunos apologetas de la fiesta han argumentado que el toreo supone un elemento diferenciador de la cultura y la tradición española. Sin embargo, en la Inglaterra del siglo XII y hasta bien entrado el siglo XVIII, ya existían espectáculos con toros como el bull-baiting, en los que participaban perros especialmente preparados para ello —bulldogs— y en Roma se celebraban corridas de toros en el siglo XIX. Pero los valores de la Ilustración generaron una sensibilidad social incompatible con la tortura pública de animales como forma de diversión y esos espectáculos fueron desapareciendo de la geografía europea. Una de las vivencias que más me impactó en los años que viví en Inglaterra en la década de los 90 fue ver las importantes movilizaciones sociales asociadas al movimiento animal rights. Guardo en mi retina las imágenes de decenas de miles de personas manifestándose en contra de las penosas condiciones en las que eran transportadas las vacas y ovejas a la Europa continental, manifestaciones en las que llegó a morir una persona atropellada por los camiones cuyo embarque trataba de obstaculizar. Aquellos manifestantes estaban actualizando una lucha social —los derechos de los animales— en la que su país había sido pionero. Ya en el lejano 1824 se había creado en Inglaterra la primera sociedad protectora de animales del mundo —The Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals (RSPCA)—. Como resultado de sus esfuerzos, hoy día somos cada vez más las personas que en todo el mundo exigimos que los animales sensibles, capaces de sufrir, vean reconocido su derecho a ser tratados con respeto y a no ser sometidos a un trato cruel. Resulta penoso ver que cuando en diversos Estados miembros de la UE, y en la propia Unión, se ha comenzado a legislar sobre el establecimiento de unas condiciones mínimas de dignidad y bienestar en el trato con los animales en las granjas, en España se mantenga un espectáculo público basado en la tortura de pacíficos rumiantes, los toros. La mayoría de las sociedades tradicionales que han surgido a lo largo del tiempo en este hermoso planeta se han relacionado con las otras especies desde una cosmovisión basada en la sacralidad e interdependencia de todo lo existente. En las sociedades tradicionales el ser humano se veía y comprendía a sí mismo formando parte de un tejido y un aliento vital que lo incluía todo. Para esas culturas, la Tierra no pertenecía al hombre, sino que el hombre pertenecía a la Tierra. Pero para nuestra sociedad la naturaleza y los seres que la habitan hace tiempo que han perdido su carácter numinoso. Ya no son portadores del aliento sagrado de la vida. Son poco más que objetos, cosas que están ahí y que podemos disponer a nuestro antojo. Perdida una visión basada en la interconexión y la mutua interdependencia, la cultura occidental ha acabado atropellando a la biosfera, generando un genocidio masivo de otras formas de vida —la tasa de extinción de especies es, en la actualidad, entre 100 y 1.000 veces superior a los tiempos prehumanos—. Por ello, ante este nuevo día mundial del medio ambiente promovido por las Naciones Unidas quiero rendir honor a aquellos pueblos y culturas que supieron generar desde lo más profundo de sus corazones otras visiones sobre la naturaleza y los seres vivos que la pueblan, citando unas palabras del que sin duda ha sido el mejor manifiesto ecologista escrito en toda la historia. “He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos sólo para sobrevivir. ¿Qué sería del hombre sin animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual, porque lo que les sucede a los animales también le sucederá al hombre. Todo está entrelazado”, dejó escrito el Gran Jefe Seatle, nativo de las praderas americanas. Muchos de nosotros hemos visto también morir a miles de hermosos toros en las plazas de nuestras ciudades en espectáculos de sangre y crueldad. Quizás seamos salvajes que no comprenden los valores estéticos y culturales de la fiesta, pero lo que sí sabemos es que, en esos espectáculos, nobles y pacíficos animales sufren indeciblemente y que nosotros sufrimos con ellos.
Antxon Olabe es asesor ambiental.
No hay comentarios:
Publicar un comentario